La actividad de las organizaciones criminales ha cambiado. De dedicarse exclusivamente al tráfico ilícito de drogas encontraron en la extracción de rentas sociales una nueva fuente de ingresos.
Por Alejandro Hope (@ahope71)
El estado mexicano ha sido omiso en generar datos duros que expliquen cómo el crimen organizado pasó de grandes grupos dedicados al trasiego internacional de drogas a transformarse en pequeñas organizaciones dedicadas la secuestro y extorsión en lo local. Ante esa falta de información sobre el narcotráfico en México, el experto en seguridad y asesor de este proyecto, Alejandro Hope, hace un ejercicio de apreciación que pretende explicar cómo cambió el rostro de la delincuencia organizada en el país.
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Por Alejandro Hope (@ahope71)
Octubre 23, 2015.
Hace veinte años, ser mafioso en México era ser contrabandista de drogas. Aquí no había crimen organizado, había narco. Sí existían, como han existido siempre, secuestradores, extorsionadores y bandidos, pero jugaban en otra cancha. Las ligas mayores del submundo criminal estaban ocupadas por bandas dedicadas a trasegar drogas, cruzar fronteras y eludir agentes aduanales. Y eran bandas sofisticadas, identificables, conectadas al mundo, con la capacidad de poner a un zar antidrogas en la nómina.
Pero ese escenario tan Tigres del Norte empezó a cambiar en los noventa. De manera decisiva, el negocio se hizo más complicado: además de la mariguana y la heroína de siempre, la cocaína empezó a llegar en cantidades industriales y las metanfetaminas entraron a la película. Y eso trajo dos tipos de problemas.
En primer lugar, el asunto se volvió más público: la tolerancia del gobierno se volvió más difícil, sobre todo con los gringos certificando cada año y más con Kiki Camarena aún en el espejo retrovisor. Uno que otro capo tenía que caer de vez en cuando, uno que otro envío tenía que terminar en bodegas de la PGR.
En segundo término, y tal vez más importante, se volvió más complicado el control interno en las bandas. Más droga que mover significa más droga que robar. Y más de uno probablemente empezó a tener la tentación de meterle mano al paquete o de avisarle a la banda de enfrente (a cambio de corta feria) por dónde iba el cargamento o dónde estaba la bodega.
El resultado fue la militarización creciente de los grupos del narcotráfico. Como es bien sabido, el pionero de esa estrategia fue Osiel Cárdenas Guillén, mandamás del Cártel del Golfo. A finales de los noventa, reclutó a militares de élite —los Zetas— y los hizo su guardia pretoriana. Pronto, otras bandas lo emularon: Sinaloa con su Gente Nueva, Juárez con La Línea, los Beltrán Leyva con los Negros y los Pelones y las FEDA (Fuerzas Especiales de Arturo).
Eso no sólo escaló el conflicto entre las bandas, sino que cambió los equilibrios al interior de los grupos criminales. Los magos del contrabando fueron gradualmente sustituidos por los especialistas de la violencia.
Y los matarifes pronto cayeron en cuenta de que el narcotráfico abría otras oportunidades criminales. Si ya se tienen hombres, armas, vehículos, casas de seguridad y complicidad de las autoridades, ¿por qué no entrarle al secuestro? ¿O a la extorsión, primero de otros delincuentes, luego de la población en general? Al fin y al cabo, el costo marginal de esas actividades era cero. Y, como remate, era una buena manera de reducir los costos laborales: poco sueldo al sicario, pero permiso para secuestrar y extorsionar y robar (siempre con una mochada para los de arriba).
Para finales del sexenio de Vicente Fox, lo que antes habían sido bandas especializadas en el tráfico de drogas se habían vuelto consorcios criminales diversificados. Y algunas bandas, como la recién formada Familia Michoacana, surgida de una escisión del Cártel del Golfo, ya estaban más en el espolio que en el comercio ilegal.
Pero eso acentuó el problema de visibilidad de las bandas: la secrecía no es alternativa cuando el negocio es extorsionar a diario. Peor aún, cambió la relación con las comunidades: la tolerancia y la indiferencia se tornaron en resistencia y llamadas de auxilio.
Eventualmente, la nueva lógica del negocio detonó, con Felipe Calderón en la Presidencia, una intervención gubernamental de una ferocidad no vista hasta entonces. Y la violencia se disparó y los capos empezaron a caer y los lugartenientes se sintieron con tamaños para ser jefes. Y las bandas, antes jerárquicas e identificables, se empezaron a partir en mil pedazos. De la pandilla de los Beltrán Leyva surgieron al menos siete bandas, nueve de los Zetas, doce del Cártel del Golfo.
Esas bandas que más bien eran gavillas y que por momentos se decían cárteles (por presumidos) no tenían ni los contactos internacionales ni la sofisticación logística para mantener operaciones importantes de tráfico de drogas. Pero tenían y tienen armas, hombres y mucha disposición para la violencia. A extorsionar se ha dicho. Y a secuestrar. Y a robar. Y a talar montes. Y a saquear minas. Y a todo lo que pueda generar dinero contante y sonante.
Cuando el espolio se vuelve el negocio, la política local es el destino. Los gobiernos municipales se volvieron fuente insustituible de información: ¿quién es dueño de qué cosa? ¿quién quiere poner un nuevo negocio? ¿quién pidió una licencia de construcción o de lo que sea? Y se volvieron también surtidores de músculo: ¿para qué contratar matarifes si ya tengo a la policía municipal? Entonces los alcaldes se volvieron cómplices o presas de los pistoleros. Plata o plomo (o las dos, en tétrica sucesión).
Pero cuando los criminales se apoderan de la vida cotidiana, a veces surgen fuentes inesperadas de valor. En algunas regiones —de manera dramática en Michoacán— los pobladores pasaron de los inútiles llamados de auxilio a la resistencia armada. Y sí, aquí y allá, derrotaron a los bandidos y recuperaron algo de la tranquilidad perdida. Pero en otros, los justicieros acabaron volviéndose en lo que habían combatido, en parte de la maña, en bandas indistinguibles de los grupos criminales.
Y allí estamos. Todavía tenemos organizaciones grandotas, dedicadas a las drogas, enchufadas a los mercados internacionales. Allí sigue ‘El Chapo’, allí sigue ‘El Mayo’, allí sigue ‘El Mencho’. Pero son el pasado del crimen. El futuro son los Guerreros Unidos y los Rojos y los Ardillos y los H3 y los Metros y los Viagras y todas las demás bandas que son algo más que una pandilla y algo menos que un cártel. De alcance local, diversificadas, más interesadas en explotar economías locales que en surtir a consumidores externos de drogas (aunque algunas también le entren a ese giro).
Esa transición es buena y mala.
Buena: las bandas emergentes van por los alcaldes y los jefes de policía local, no por el Estado nacional. No tienen ni razón ni medios para sobornar a un zar antidrogas ni para quedarse con la mitad de la SEIDO. No son ni pueden ser una amenaza a la integridad, estabilidad y permanencia del Estado. No juegan en esa liga.
Mala: las bandas emergentes son una amenaza cotidiana y permanente a la vida, libertad, dignidad y patrimonio de millones de mexicanos. Y van por lo poco que hay de Estado en múltiples regiones: el municipio.
Si los riesgos vienen ahora más de sanguijuelas que de mamuts, habría que pensar a fondo en las maneras de contenerlos. El Ejército, la Marina y la Policía Federal son muy buenas para atrapar capos (lo de retenerlos en la cárcel es cosa de otros). Pero tal vez no sean el mejor instrumento para lidiar con la extorsión en pequeño, con el secuestro de horas, con el espolio a escala municipal. Para eso, probablemente se necesite, primero, una policía con implantación local, profesional y bien pagada, pero no ajena a la comunidad. Segundo, con procuradurías que de veras procuren justicia, que sepan armar casos, que puedan desmontar de un jalón redes enteras de bandoleros.
¿Es mucho pedir? Tal vez, pero es lo que manda la realidad. Seguir pensando en términos de cárteles y rutas es vivir en el pasado. Lo de hoy y lo de mañana son bandas y plazas y extracción de rentas. Así hay que entenderlo, así hay que atenderlo. Pero ya.